A diferencia de la venta de un bien, la prestación de un servicio, y en particular de servicios jurídicos, no presenta variables esquematizadas que permitan dilucidar, con claridad su valor. Y ahora con la llegada de la IA, ¿qué sigue?
A diferencia de la venta de un bien, que puede ser tasado con ocasión a diversas variables generadas para su producción, tales como la materia prima, el ensamblaje, los costos de transporte y sus correspondientes fletes, entre un largo etcétera, la prestación de un servicio, y en particular de servicios jurídicos, no presenta variables esquematizadas que permitan dilucidar, con claridad, su valor.
Los valores de un concepto jurídico sobre determinado tema o situación, los valores de la proyección de una demanda de reconvención en un determinado proceso, o el acompañamiento en el marco de un proceso arbitral en calidad de parte demandada, por citar tan solo algunos ejemplos, varían de despacho en despacho, de jurista en jurista.
Así, la tasación del valor por la prestación de un servicio jurídico contiene variables que podemos llamar “subjetivas”, que van desde la experiencia del quien presta el servicio, sus casos de éxito, la robustez de su despacho, la relevancia de la cuestión a ser analizada o acompañada y, porqué no, la cercanía o el lazo que lo ata con el determinado cliente, entre muchas otras.
Con la llegada, cada vez con más fuerza y exactitud, de la inteligencia artificial y, en particular, de aquella que se asocia a servidores de búsqueda para emitir resultados en cuestión de segundos (cada vez tendientes a ser más milisegundos), vender el intelecto será cada vez más complejo para la prestación de servicios jurídicos.
Lo que hace algunos años tardaba días en convertirse en un concepto jurídico a ser emitido por un despacho de abogados, que pasaba por los siete niveles que componían el esquema de una firma tradicional, hoy está migrando, en muchos casos, a ser una consulta, por lo menos inicial, a un servidor de búsqueda que, en formato sencillo y casi que conversacional, conduce a una respuesta.
¿La respuesta es jurídicamente buena?, ¿es regular? ¿se encuentra acertada? ¿es carente de análisis suficiente en sus fuentes o en su desarrollo?, esa es otra historia, y allí es donde el valor de la profesión mantiene, intacto, por el momento, su fundamento. Sin embargo, sostenerse en la cúspide será difícil y la tendencia lleva a pensar que la prestación de servicios jurídicos estará llamada a reinventarse a la luz del uso responsable, consciente y mesurado de estas herramientas, y no de su abolición o impedimento.
Permanecer en la creencia que vender el intelecto será cuestión de una propuesta de honorarios enfocada en horas de trabajo o en cuestiones tales como la longitud del concepto o el sinfín de páginas contentivas de citación textual de leyes, jurisprudencia, artículos y una serie más de preceptos, hará que coger el tren de la inteligencia artificial sea algo tardío.
La preparación debe venir desde el hoy porque no es el futuro, como se ha creído; es, ya, el presente. Se está viviendo y el ejercicio de la profesión, aun cuando no acabará, sí mudará a convertirse en uno más estratégico y menos mecánico, más orientado a tomar decisiones que a recitar un sinfín de normas.
¿Qué si se debe reformular la forma en la cual el ejercicio de la profesión se aproxima a los códigos o a las leyes? Me temo que no; al final, ello es y seguirá siendo fuente viva para el ejercer el derecho.
Lo que sí está claro, por lo menos para quien escribe estas líneas, es que la evolución de la forma en la que se prestan los servicios jurídicos, ligados enteramente a una capacidad intelectual, ya avanza, y tenderá a evolucionar a rápidas velocidades. Ello hará que sobrevivan solamente aquellos que conciban, en la tecnología y su desarrollo éticamente responsable, un aliado ideal para simplificar sus procesos, maniobrar la inmediatez e interpretar: porque, al final, es justamente esa última palabra la que, por el momento, la IA aun no ha iniciado a desarrollar.