La buena fe es, en esencia, el principio llamado a liderar las relaciones entre privados y entre estos y el sector público. No es excluyente a una rama o a un poder. Por el contrario, les compete – y mucho – a todos.
A finales del año pasado, y con entrada en vigor a partir de noviembre del presente lustro, el Estado de Nueva York aprobó una medida en virtud de la cual se obliga a determinadas empresas, en el marco de los procesos de contratación, a anunciar públicamente un rango aproximado salarial a ser devengado por el aspirante en caso de aceptar la vacante. Ahora bien, la medida es enfática en identificar y precisar que la estimación del rango debe hacerse sobre la base del good faith belief, es decir sobre la base de la buena fe.
Si bien el presente artículo podría concentrarse sobre la conveniencia o no de una medida como la adoptada en la Gran Manzana, he decidido centrarlo en el concepto de la buena fe. Un concepto que, si bien es citado y predicado en casi todas las proformas contractuales – sin importar el tipo de negocio jurídico a celebrarse – muy poco se concibe en la realidad misma de las relaciones humanas y, con una tendencia a la baja – como dirían los expertos en bolsa – suele olvidarse de manera sistemática.
El principio de buena fe no es un concepto nuevo para el ordenamiento jurídico. Por el contrario, puede ser uno de los conceptos jurídicos primigenios y fundacionales de las relaciones jurídico-personales.
En Colombia, la sentencia de la Corte Suprema de Justicia del 23 de junio de 1958, M.P. Arturo Valencia Zea, trae una aproximación riquísima al concepto en comento, indicando que “la expresión buena fe (bona fides) indica que las personas deben celebrar sus negocios, cumplir sus obligaciones y, en general, emplear con los demás una conducta leal” (CSJ, 1958).
Aunque la sentencia referida data de hace más de cincuenta (50) años, capta mi atención porque abarca un análisis interesante y llamativo para una época en donde las redes sociales, la facilidad en las firmas digitales, las mismas proformas de contratos y muchos otros elementos que hoy en día facilitarían la aproximación y aplicación a este concepto, no existían.
Del principio de buena fe mucho se ha hablado y hay textos maravillosos como La buena fe contractual y los deberes secundarios de conducta, del también exmagistrado de la Corte Suprema de Justicia, Arturo Solarte (2004), en donde hace un estudio detallado, académico y muy ilustrativo del principio de buena fe y los deberes secundarios de conducta. La buena fe es, en esencia, el principio llamado a liderar las relaciones entre privados y entre estos y el sector público. No es excluyente a una rama o a un poder. Por el contrario, les compete – y mucho – a todos.
En conclusión, el principio de buena fe no es – ni debe ser – un enunciado más en un documento contractual. Debe ser, por excelencia, el elemento fundacional de todas y cada una de las relaciones humanas que a diario se presentan. El ordenamiento jurídico y la sociedad deben retomar la verdadera esencia del principio en comento y, a partir de este, construir estabilidad, seguridad jurídica y, sobre todo, confianza. Confianza desmedida, confianza desbordada.