El rostro y la voz no son obras. La identidad pertenece a la persona.
Los deepfakes se han convertido en uno de los grandes retos de la era digital. Gracias a la IA, hoy es posible replicar con enorme realismo la identidad de una persona, al punto de poner en riesgo su reputación, su intimidad e incluso la confianza social. Algunas falsificaciones resultan tan convincentes que distinguir entre lo verdadero y lo fake se vuelve una tarea casi imposible. Como respuesta, en Dinamarca se planteó una reforma para otorgar a los ciudadanos derechos de autor sobre su imagen y su voz, para así impedir o reclamar frente a usos no autorizados.
La intención es loable, pero el camino es equivocado. Según el Convenio de Berna, el derecho de autor protege las obras literarias y artísticas, entendidas como producciones del ingenio humano en los campos literario, científico o artístico; su núcleo es, por tanto, la expresión original de una idea. La esencia de esta figura descansa en la creación proveniente del intelecto humano, pues solo a través de la capacidad de aprender, pensar y expresar surge una obra. Ni el rostro ni la voz encajan en esa categoría: no son creaciones intelectuales, sino rasgos inherentes a la personalidad. Pretender que se rijan por derecho de autor implica desdibujar su naturaleza.
Algunos podrían sostener que un deepfake constituye una creación, ya que produce un resultado novedoso a partir de datos biométricos. Sin embargo, no toda creación es una obra protegida por derecho de autor. Lo que diferencia a una obra es el aporte creativo y original del ser humano, algo ausente cuando lo que se genera es una manipulación de la identidad personal mediante algoritmos. Un retrato o una fotografía sí son obras protegidas; lo que distingue al deepfake es que el insumo central no es la creatividad humana, sino la apropiación no consentida de rasgos personales.
Por ello, esta problemática debe abordarse desde un marco de derechos de la personalidad y desde una regulación estricta de datos personales, más que desde la PI. Colombia ya ha dado un paso en esa dirección: un ejemplo reciente es la Ley 2502 de 2025, que incorporó la suplantación de identidad mediante IA como agravante del delito de falsedad personal y fijó lineamientos de política pública para prevenir y controlar estos abusos. A estas medidas penales pueden sumarse estrategias de carácter institucional y pedagógico, orientadas a que quienes emplean IA comprendan sus límites y eviten vulnerar los derechos de terceros.
El debate sobre los deepfakes no debe centrarse en deformar las figuras jurídicas existentes, sino en fortalecer un régimen integral de protección de la identidad digital. Esto implica reglas claras para el uso de la imagen y la voz, y sanciones efectivas contra el uso no autorizado. Solo así se protege a las personas sin sacrificar la coherencia del sistema jurídico.
Proteger a las personas frente a los deepfakes es urgente, pero la vía no es desdibujar el sentido del derecho de autor. El rostro y la voz no son obras. La identidad pertenece a la persona.