«Que un número irrisorio de las empresas sean las obligadas, en un universo en donde la inmensa mayoría no lo es, hace que, si bien se aplauda el esfuerzo, este carezca de un efecto vinculante para un grueso importante del desarrollo y la creación de riqueza del país. Y es allí, precisamente, por donde situaciones no deseadas pueden y suelen suceder.»
Mal se haría en no reconocer que Colombia ha dado pasos importantes en la consolidación de los sistemas de cumplimiento, prevención de lavado de activos y financiación del terrorismo y, en general, en adoptar una cultura corporativa con altos estándares de prevención.
Muestra de lo anteriormente referido son las más recientes circulares sobre implementación de Programas de Transparencia y Ética Empresarial (“PTEE”) y Sistemas de Autocontrol y Gestión del Riesgo Integral en Lavado de Activos, Financiación del Terrorismo y Financiación de la Proliferación de Armas de Destrucción Masiva (“SAGRILAFT”) expedidas por la Superintendencia de Sociedades. Se trata de circulares completas, jurídicamente sustentadas y con un propósito loable en su interior.
Ahora bien, el paso a paso debe tender a un proceso de mayor agilidad, el cual permita edificar sistemas y programas no solamente más robustos sino, también, y muy especialmente, enfocados en facilitar su aproximación en y para las pequeñas y medianas empresas. Estas, aun cuando no están obligadas a tenerlos, deberían concebirlos como una excelente práctica en materia corporativa y de creación de valor.
Las razones para ello son amplias y diversas, pero me concentraré en dos.
La primera se centra en el hecho que las pequeñas y medianas empresas (“pymes”) tienden a ser susceptibles de lo que llamaré, a modo ilustrativo, “primiparadas”. Lo anterior, no es nada diferente a decisiones en materia de cumplimiento, regulación y gestión jurídica, poco conscientes al momento de iniciar el desarrollo de su objeto social. Suelen concebir la regulación como un malhechor al acecho y, aun cuando existen situaciones en donde – bien por exceso, bien por defecto – puede llegar a serlo divisan la problemática cuando ya ha sido creada u ocasionada.
La segunda se presenta frente a la cantidad de empresas con dichas características en la región y en Colombia, especialmente en una época post-pandemia. La CEPAL bien ha señalado que las pymes constituyen “un componente fundamental del entramado productivo en la región” (CEPAL[1]), representando cerca del 99% del total de empresas. Ante semejante número, mal se haría en no concebirlas sujetos pasivos en extremo peligro para efectos de conductas como las que los programas y sistemas arriba referidos intentan proteger.
¿Qué si el SAGRILAFT y el PTEE funcionan en Colombia? Mi respuesta es un sí, aun cuando les falta desarrollo y mayor aplicabilidad, alejados de la normativa básica para su cumplimiento y observancia.
¿Qué si estos debiesen dejar de ser herramientas o instrumentos meramente potestativos para las pymes o para aquellos no obligados, y concebirse como una alternativa persuasiva para el buen gobierno corporativo y la construcción de una sociedad que progresa? Definitivamente sí.
Que un número irrisorio de las empresas sean las obligadas, en un universo en donde la inmensa mayoría no lo es, hace que, si bien se aplauda el esfuerzo, este carezca de un efecto vinculante para un grueso importante del desarrollo y la creación de riqueza del país. Y es allí, precisamente, por donde situaciones no deseadas pueden y suelen suceder.
El esfuerzo ha de ser conjunto y tripartito: de las pymes, del ente rector y, como un todo, de la sociedad.