Douglas North. Un nombre injustamente desconocido en el mundo del derecho para alguien que ganó un premio nobel, gracias, entre otras cosas, a sus estudios historiográficos sobre una materia que todos los abogados han cursado al menos una vez en sus vidas y han puesto en práctica, si bien no en sus vidas profesionales, si en su cotidianidad, varias veces. Los contratos.
Este economista aportó a las ciencias humanas un importante concepto: los contratos pueden brindar externamente (así como lograr entre las partes), en su diseño y desarrollo histórico, cada vez más altos niveles de eficiencia mediante la formación de instituciones respetadas por la sociedad que hacen que se reduzcan los niveles de incertidumbre[1].
Ronald Coase (1960)[2], fue pionero en ello de eliminar una “falla del mercado”, los costos de transacción, gracias a figuras jurídicas como las convenciones particulares.
Para entender que tiene que ver la teoría económica y sus postulados sobre el contrato con el matrimonio, hay que partir de la base de una concepción básica de qué es el mercado: es un proceso de cooperación social espontaneo que se genera a partir de intercambios voluntarios de propiedades privadas, optimizando el bienestar social a partir de la modelación de sistemas informativos útiles para los ciudadanos, como el nivel de precios, las preferencias en relación a las curvas de indiferencia y funciones de utilidad y de tasas marginales de sustitución, que dicho de otra manera, es el valor que voluntariamente los ciudadanos el dan a un recurso con respecto a los demás para que su asignación no sea arbitraria sino concertada.
Ese repaso general de conceptos económicos para decir que cuando hablamos de contratos nos referimos a esto, a intercambios voluntarios de propiedad privada producidos en el mercado y, de ahí, que un amplio sector de la academia se incline – erradamente – por no llamar al matrimonio, contrato (Larraín, 1998)[3]. Ahora bien, si observamos el código civil colombiano, lo define como un contrato solemne (art. 110)[4] y un alto porcentaje de su articulado se dedica a los aspectos económicos del matrimonio: comunidad de bienes, alimentos, pensiones, herencias, etc. Una obra mucho más actual, no necesariamente más acorde con las instituciones modernas, es el Código Civil y Comercial de la Nación Argentina donde no se le da un nombre al acto matrimonial, pero es ubicado en el Libro Segundo llamado “Relaciones Familiares” (mientras que los contratos pertenecen al título II del Libro Tercero). Sin embargo, el contenido de las regulaciones y el número de apartados dedicados más ampliamente está dirigido a los aspectos económicos de la unión marital.
Las ciencias jurídicas se han dedicado, principalmente, a definir los contornos de las regulaciones entre esposos o compañeros permanentes (u opciones de índole mas diverso) pero siempre bajo el prisma de una vista complaciente del Estado.
No obstante, la razón por la cual se estimó el matrimonio como contrato fue justamente por la necesidad de sujetar su validez a la voluntad del individuo que lo contrajera, acorde con las ideas liberales del siglo XIX; proscribiendo las uniones pactadas a espaldas de uno o ambos contrayentes, o acordadas entre los padres de los esponsales, sin concitar la aprobación, usualmente, de la mujer.
Es curioso, pero esa libertad del individuo con respecto a un Ente Totalitario que lleve a cabo este y otros abusos es totalmente desconocida por tendencias legislativas que, procurando un progreso, se adentran denodadamente en las instituciones medievales que tanto daño hicieron. Pretenden consagrar todas las relaciones familiares a los cánones de una religión: la del Estado, es decir, someter los valores y los vínculos personalísimos de las familias a las disposiciones de un Gobierno o un poder judicial de turno, equivale a vaciar, ya no progresivamente sino definitivamente, la libre disposición de la autonomía individual de las personas.
Incluso, quienes se oponen a la caracterización del matrimonio como contrato lo hacen en virtud de la ausencia de liberalidad en la concertación voluntaria de todos los aspectos, en especial, el de rescisión de la unión (Rojas, 2011)[5].
Ante este panorama, sin respuestas efectivas en el derecho, planteamos que la solución, ante una crisis social de la institución matrimonial, provenga de la economía donde se ha abordado con mucho mayor rigor científico esta relación entre individuos.
La obra de Richard Thaler y Cass Sunstein (“Nudge”)[6], propone una solución original y muy libertaria para el matrimonio contemporáneo: considerarlo como una decisión voluntaria y privada de los individuos que en manera alguna necesita una “dignación” del Estado. El hecho incontrovertible que los individuos validan cada vez más, entre sí y al interior de la sociedad civil, una pluralidad exponencialmente infinita de relaciones familiares, diversas y multiculturales, obliga a dar otra mirada al tema. Se hacen pactos económicos entre parejas (cuya validez es aceptada aún en los regímenes más estatistas, e incluso para la compensación económica), inimaginables para un diagramador de leyes civiles o de políticas públicas, que van de la mano de un mundo conectado virtualmente, con competitividad laboral en paridad de género y con Gobiernos que reparten incentivos, a diestra y siniestra, para la procreación, entre otras muchas variables.
De suerte que, un matrimonio donde sus contrayentes estén en plena libertad de pactar todos sus aspectos, desde la celebración hasta su eventual terminación, pasando por los componentes patrimoniales, procreativos y familiares, parece ser lo más congruente en la era actual, donde los ritos y creencias de los individuos son validados solo por ellos y su entorno, sin tener que esperar la venia del Estado en algo que le es completamente ajeno.
Así mismo, un sistema de justicia para estos asuntos, como lo imaginaba Rothbard (1982)[7], basado en la adquisición de seguros para amparar los riesgos inherentes a este tipo de relación contractual, asoma como una salida mucho más eficiente que la desarticulada, aletargada e inadecuada solución estatista. Piénsese en una póliza para cubrir la esterilidad no detectable de uno o ambos (o todos sin son mas de dos) de los contrayentes, o un divorcio producido por una conducta o hecho sancionado por el régimen contractual pactado por los contrayentes (asimilables a las causales de divorcio de las codificaciones civiles – enfermedad mortal, condena por un delito, adicción a una sustancia, etc., – o de separación de bienes – malversación, disipación, quiebras, etc.-), donde la aseguradora pueda perseguir del responsable y sus bienes individuales el reintegro de lo pagado como indemnización al contratante cumplido.
De manera que, un individuo que quiere celebrar un contrato de matrimonio con otro individuo, puede pactar libremente, el rito por el cual lo celebra, informar a un registro del Estado (para efectos tributarios y civiles) y, de igual forma, cuando quiera disolverlo, lo puede hacer cuando desee, informando de nuevo al registro estatal, y su ex cónyuge podrá efectivizar las pólizas de seguros que hubiesen contraído para garantizar los daños asociados a las inversiones parentales no redituadas o a las relaciones familiares que hubieran podido resultar afectadas con el rompimiento[8].
Debemos, en todo caso, perder el temor a llamar contrato a un acuerdo libre de voluntades sobre intercambio de propiedades privadas que, finalmente es a lo que en materia económica se resume el matrimonio. Recordemos que, para los clásicos, la primera propiedad del ser humano es su cuerpo (por lo que el mercado laboral, por ejemplo, no transa sobre otra cosa que sobre la fuerza corporal de trabajo). Los aspectos vinculados a una unión marital modélica de occidente, esto es, la madre – matri – y lo desproporcionadamente gravosa – monios – que es su posición en los procesos reproductivos, podemos decir, válidamente, que pueden ser perfectamente acordados en un contrato, máxime si pensamos en los avances biotecnológicos a disposición de las personas, como la gestación subrogada (alquiler de vientres), inseminaciones artificiales y todos los avances científicos sobre genética que escapan a cualquier concepción colectivista construida a partir de axiomas éticos provenientes de una ideología política determinada y a la mejor de las técnicas legislativas.
El derecho a lo sumo ha llegado, en algunos países (como España o Argentina), a admitir el divorcio unilateral, aspecto esencial de un contrato privado pero la ciencia, la tecnología, las relaciones económicas y el mercado, cada vez más se acercan a un modelo de matrimonio y de familia libre, flexible en su creación y disolución, sin Estados, sin nacionalidad, sin fronteras, sin domicilios permanentes y con responsabilidades económicas perfectamente definidas previamente por las partes.
Andrés Sinisterra_ Abogado Universidad Nacional de Colombia. Magister Derecho y Economía Universidad de Buenos Aires (Argentina). Gerencia Política y Gobernabilidad Universidad George Washington (USA), ha tenido experiencia como Docente Ocasional en Colombia y Argentina, Alcalde Local de Suba y actualmente se desempeña como Procurador Judicial para Asuntos Civiles.